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Micro relato: HARTONPLAST

Para finalizar el viernes y para antes de salir a vuestras actividades lúdicas del fin de semana, os propongo una breve lectura de un micro relato de nuestro colaborador Pakojavier. Buena lectura y buen fin de semana mis queridos lectores.

Mi nombre es Joseph O´Harton, soy exactamente igual que tú. Pero yo estoy pagando tus errores.

Según consulté en un banco de datos, mi familia llegó a las antiguas costas azules de Georgia desde lo que era una isla color esmeralda vista desde el cielo. Lucharon por sobrevivir a base de tratos sucios y autentico desprecio por nuestro entorno. Tras todo eso, nuestro nombre llegó a ser algo en la manufactura de plásticos de la costa este de Estados Unidos.

Posiblemente pienses que por qué un hombre está solo, enfundado en un traje militar NBQ e inmóvil en lo que podría ser un continente de basura, mientras una tormenta de color azufre hace del día un siniestro anochecer amarillento. Y seguramente tu segunda pregunta sea. ¿Por qué me cuentas todo esto?

Pues es sencillo. Este ramalazo de recuerdos al rojo vivo ha estallado por un simple e inmaculado objeto en medio de tanta hectárea de asepsia; una botella de plástico de mi antigua empresa con una etiqueta cuyo diseño era un antiguo dibujo de mi hija de ocho años. La maldita botella estaba inmaculada, como recién sacada de fábrica y colocada en mi camino para dilacerar mi cordura y exhortar mis remordimientos. Ni siquiera puedo ingerir el contenido, ya sé que me podría pasar por beber el agua falsamente depurada de los últimos años. Mi pequeña no aguantó la decena de tumores a lo largo de la faringe y el sistema digestivo que ésta misma la provocó. Por suerte no tuvo que ver a su madre momificada a escasos metros de un refugio nuclear, atrapada en una tormenta corrosiva. Pero no, fuimos egoístas, engreídos y descuidados. Nos creímos superiores y solo unos pocos sabían lo que en realidad iba a suceder. Es sencilla la explicación. Se produjeron más desechos no degradables de los que pudo albergar el vertedero en el que se convirtió la luna en los últimos cincuenta años. Se vertió a las aguas tanto material tóxico, que pudimos haber atestado los secos ríos de marte; lugar al cual ahora comprendo que emigrasen algunos que creímos afortunados, que erigieran allí un imperio. Un imperio que se ríe del que imita y a la vez, se consume sin sustento ni remisión.

Con esfuerzo retiro la vista del logotipo de HartonPlast y trato de reorientarme a través del vaho y la humedad de las lentes. Debo proseguir mi éxodo. En diez días subirá hasta treinta grados más la temperatura y debo seguir hacia el gélido norte. A mi izquierda, debería estar, según el mapa, New Hampshire y lo que era antes la costa. Ahora solo es una parte más del desierto-vertedero en el que se ha ido convirtiendo el Atlántico. Pongo un pie delante del otro dejando atrás la inmaculada botella, martirizándome cada segundo por no haber sido consciente, por no haber respetado, por no haber sido más humano. O menos.

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